EL VAPOR
El vaporcito, a golpe de sueños, deja atrás los
amarres y se despide del pequeño puerto, en busca de un prometedor horizonte,
que las nubes enmarcan de blanco algodón.
Los viajeros, acodados en cubierta, los ojos fijos
en la blanca y lenta estela, maduran sus sueños con sabor a sal, y se miran
esperanzados, bajo un confortable y cálido Sol.
Juan parte sólo. En el bolsillo de la chaqueta, en
reconocimiento de su trabajo en forma de carta, fría y distante. En la pequeña
maleta, invisibles lágrimas de una madre, y la promesa de amor eterno de una
joven novia.
El pequeño navío se desliza al compás de un mar en
calma, sereno y tranquilo. El motor ruge meloso y sus entrañas parecen en paz.
Sólo el oído experto del capitán detecta un tono diferente en el crujir de la
madera del centenario barco.
Luisa sonríe a las gaviotas, sombras lejanas en la
costa. Un sentimiento agridulce acompaña las olas, que rebotan juguetona contra
el añoso casco. Su tía-abuela ha enfermado y le ha pedido que cuide de su
pequeño negocio: una minúscula tiendecita de barrio, que le abre las puertas de
una nueva vida.
El entrecejo del capitán se oscurece.
Demasiado tarde para volver.
Demasiado pronto para llegar.
La mar sigue serena. El Sol ha crecido y saluda desde
las alturas. Algunas nubes dan claridad a un cielo raso y azul.
El pequeño vapor lanza su último suspiro. Sus
viejas costillas se resiente de años de húmeda sal y su última herida, la
última de muchas, no soporta por más tiempo el peso de los miles de viajes
cargados de historias, sueños y esperanzas y con un lento y quedo crujido,
ahogado por el líquido infinito, se parte en dos. Simétrico, Meridiano.
Hasta ser engullido por la inmensidad azul.
Al día siguiente, la noticia del Titanic, lo hunde
en el oscuro olvido.
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