Mañana ociosa de
viernes. El reloj descansa silencioso en la mesita y el sueño se alarga sereno
y mullido entre pensamientos vacíos.
A horas
insultantes, el, desayuno, relajado y excepcional, alimenta todo un día sin
destino ni meta. Un día lleno de nada o vacío de todo, según el caprichoso
aleteo de una macaón en Bruselas.
Mediodía, un tibio
Sol, pugnando entre nubes blancas, guía sus pasos por una ciudad vencida por el
éxodo festivo. Entre carreteras mudas y solitarias y calladas calles, siente
extraños sus propios . Como una turista accidental, alza la mirada para
descubrir alturas antes desconocidas. Le sorprende esa balconada de histórica
madera. Ese detalle rococó venido a menos, o simplemente comprobar que su
cafetería favorita tiene vecinos en las alturas.
Deambula sin
destino, sin meta, sin tiempo. Tan solo un pie tras otro. Tan solo una
ligera brisa en la espalda. Tan
solo detenerse ante las ofertas acristaladas. Tan solo callejear, mirando sin
ver, limpiando la mente, llenándose de tranquilidad,
O sí había un
rumbo, un camino, un destino. Tal vez sus pasos sí sabían a donde ir. Así, se
encuentra, como en un sorpresivo despertar, empujando una pesada puerta, que se
abre a una habitación oscura y abarrotada. Deshace sus pasos en silencio
culpable, pero queda la mano sobre el pomo y los ojos clavados en el abismo
interno. Duda, a medio entrar, a medio salir. No se atreves a quedarse. No
quiere irse. El tiempo pasa terco y lento. Por fin, asida por el leve susurro
del viento, deja atrás la calle y sus ojos, a través de la penumbra, se
deleitan ante la multitud de variados y excéntricos objetos que la oscuridad
guarda: Vámpiricos espejos de arabescos marcos de tiempos tenebrosos;
exquisitas cajitas de nácar donde ocultar terribles secretos; historia en forma
de envidiables mobiliario artesanal, y un sin fin de vida muerta que tus ojos y
tacto te fueron mostrando.
El tiempo se
detiene cuando sus manos lo adivinan. Un escalofrío recorre la tienda y afuera,
el viento, queda inmóvil en su propio movimiento. Con dedos delicados limpia el
polvo de años de sabiduría que lo cubre. Acerca sus ojos al contorno que marcan
unas letras doradas, que con
extremada delicadeza sus dedos seguían. Su corazón guarda respetuoso silencio
cuando, con gesto culpable, lo atrae hacia la escasa luz que logra vencer a la
oscuridad colándose por una breve claraboya. Su peso voluminoso le parece
liviano; su olor de novedosa historia invade la estancia; el crujir de sus
hojas apergaminada fue cantos de sirena; su taco áspero, polvo de estrella.
Lo cierra de golpe
al sentir un movimiento a su espalda. Pero no ve a nadie en la nebulosa
penumbra. Lo acomoda en una repisa, camuflado entre cajtas de música de negro
azabache y lustrosos candelabros de reluciente alpaca. Con trémulos pasos
avanza entre la insondable oscuridad jalonada de estanterías, anaqueles,
repisas desde donde en silencio la observa la historia inerte. Pero no ve a
nadie. A pesar de alzar la voz hasta quebrar el silencio, nadie responde a su
súplica "¿Hola?". "¿Señor?".
Convencida de haber
recorrido por completo la habitación sin hallar aquel soplo de vida, vuelve
sobre sus pasos. Allí, entre las cajas de música de azabache y los candelabros
de alpaca su libro no está. Palpa con desesperación, mueve con vehemencia
aquellos inútiles trastos. Varios caen al suelo con gran sobresalto. Maldice
con rabia contenida la hasta ahora cómplice oscuridad, Pero por más que busca,
remueve, palpa, cambia, el libro no aparece.
A la breve luz de
su móvil, registra, durante horas, todas y cada una de cuantas estanterías
halla. Remueve aquellos trozos de historia sin compasión, pero tan sólo
encuentra oscuridad y polvo.
Desesperada,
abandona la tienda, sin comprender
aquella broma macabra. Anota calle y número, y vuelve a casa paladeando
el breve tacto de aquellas añosas hojas. Al día siguiente, impaciente, conduce
sus pasos hacia donde su memoria sitúa aquella misteriosa tienda. Tras horas de
angustiosa búsqueda, de eternas preguntas, de desconcierto, abatida, no hallar ni la calle, ni la
tienda, ni la primera edición del Quijote, que pese a lo que la empecinada
realidad se empeñe en gritar, ella tubo en sus manos.
Eva Laca Valadez
Eva Laca Valadez
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